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TUVE QUE ACEPTAR

En estos días le dije a mi nieto menor Oliver: te contaré la historia de Alí Babá. Él me respondió: Rami, cuando yo era chiquitico me gustaban mucho las historias. No pude contener la risotada. Una vez solo, reflexioné. ¿Es posible que un niño de esa edad tenga ya un concepto del pasado? ¿No son de su esencia el presente, el aquí y el ahora?

Me devolví, así, a mi pasado, a pedazos de infancia, a pequeñas experiencias. Y me vi llorando en la puerta de mi casa, cuando mi mamá tenía que salir. Fueron viniendo a mi memoria juegos simples con pelotas de trapo, con tapitas de gaseosas… Recorrí los años de la primaria, de la universidad, las experiencias enriquecedoras. Hasta que caí en el presente, algo más de 74 años plenos y de innumerables bendiciones.

Recordé, entonces, el chat de un amigo que me envió un escrito de la parlamentaria alemana Silvia Schmidt, del cual reproduzco una buena parte:

Y tuve que aceptar

Que no sé nada del tiempo, que es un misterio para mí y que no comprendo la eternidad.

Yo tuve que aceptar que mi cuerpo no será inmortal, que él envejecerá y un día se acabará.

Que estamos hechos de recuerdos y olvidos; deseos, memorias, residuos, ruidos, susurros, silencios, días y noches, pequeñas historias y sutiles detalles.

Tuve que aceptar que todo es pasajero y transitorio.

Y tuve que aceptar que vine al mundo para hacer algo por él, para tratar de dar lo mejor de mí, para dejar rastros positivos de mis pasos antes de partir.

Yo tuve que aceptar que mis padres no durarían siempre, y que mis hijos poco a poco escogerían su camino y proseguirían ese camino sin mí.

Y tuve que aceptar que ellos no eran míos, como suponía, y que la libertad de ir y venir, es también un derecho suyo.

Yo tuve que aceptar que todos mis bienes me fueron confiados en préstamo, que no me pertenecían y que eran tan fugaces como fugaz era mi propia existencia en la tierra. 

Y tuve que aceptar que los bienes quedarían para uso de otras personas cuando yo ya no esté por aquí.

Yo tuve que aceptar que barrer mi acera todos los días no me daba garantía de que era propiedad mía, y que barrerla con tanta constancia solo era una fútil ilusión de poseerla.

Yo tuve que aceptar que lo que llamaba “mi casa” era solo un techo temporal, que un día más, un día menos, sería el abrigo terrenal de otra familia. (…)

Yo tuve que aceptar que los animales que quiero, y los árboles que planté, mis flores y mis aves, eran mortales. Ellos no me pertenecían. Fue difícil, pero tuve que aceptarlo. (…)

Yo tuve que aceptar mis fragilidades, mis limitaciones, y mi condición de ser mortal, de ser efímero. (…)

¡Eso me hizo reflexionar y aceptar, y así alcanzar la paz tan soñada!

La vida es un regalo que se te ha dado. Haz de este viaje algo único y fantástico. 

Y yo, entonces, tuve que aceptar…

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